Un hombre español andaba de turista en una ciudad de Noruega. Debido a su trasfondo religioso, quiso ver la iglesia principal de la ciudad. Mirando hacia la torre, se sorprendió al ver en lo alto la figura de un cordero. Al preguntar el porqué de esa escultura, le contaron la siguiente historia.
Cuando estaban construyendo la iglesia, uno de los hombres que trabajaba en la torre se resbaló y cayó desde arriba. Sus compañeros lo vieron caer y, horrorizados, corrieron hacia abajo, al nivel de la calle, esperando encontrarlo muerto.
Pero ¡cuál no fue su sorpresa y a la vez su gozo al encontrar a su compañero con vida!
¿Qué había sucedido? Un rebaño de ovejas pasaba por la calle en el momento en que él caía, y el golpe fue amortiguado por la manada. Un pequeño corderito recibió casi todo el peso del hombre, y fue aplastado en el accidente. El cordero murió, pero el hombre se salvó. En memoria del corderito, esculpieron su figura en el lugar exacto desde donde el trabajador había caído.
Hay otro Cordero que fue inmolado, pero que rara vez se le ve esculpido como tal. Se trata del Señor Jesucristo. La primera presentación pública que se hizo de Él al mundo fue como cordero. El que hizo la presentación fue Juan el Bautista, y la hizo con las siguientes palabras: «¡Aquí tienen al Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo!» (Juan 1:29).
¿Por qué no dijo Juan: «Aquí tienen al Hijo de Dios»? ¿Por qué no dijo más bien: «Aquí tienen al Salvador del mundo», o: «Aquí tienen al Rey de gloria»? ¿Por qué lo presentó como el «Cordero de Dios»?
Hay una razón muy importante. Es que Jesús, al igual que el cordero de la antigua Pascua judía, vino a realizar una muerte sustitutiva. Vino a dar su vida para que otros vivieran. Él mismo lo dijo en estas palabras eternas: «El Hijo del hombre no vino para que le sirvan, sino para servir y para dar su vida en rescate por muchos» (Mateo 20:28).
Nosotros, la raza humana, escogimos el camino del pecado, y estamos condenados a la muerte eterna. Pero Jesús, el Cordero de Dios, recibió sobre sí el golpe de nuestra rebelión. Ese golpe produjo su muerte, y esa muerte fue en sustitución nuestra. Él murió en nuestro lugar.
¿Podremos rechazar al que dio su vida por nosotros? En lugar de rechazarlo, aceptémoslo como nuestro Salvador y decidamos servirle todos los días de nuestra vida.
Cristo desea ser nuestro Salvador. Su muerte merece toda nuestra devoción.
Cuando estaban construyendo la iglesia, uno de los hombres que trabajaba en la torre se resbaló y cayó desde arriba. Sus compañeros lo vieron caer y, horrorizados, corrieron hacia abajo, al nivel de la calle, esperando encontrarlo muerto.
Pero ¡cuál no fue su sorpresa y a la vez su gozo al encontrar a su compañero con vida!
¿Qué había sucedido? Un rebaño de ovejas pasaba por la calle en el momento en que él caía, y el golpe fue amortiguado por la manada. Un pequeño corderito recibió casi todo el peso del hombre, y fue aplastado en el accidente. El cordero murió, pero el hombre se salvó. En memoria del corderito, esculpieron su figura en el lugar exacto desde donde el trabajador había caído.
Hay otro Cordero que fue inmolado, pero que rara vez se le ve esculpido como tal. Se trata del Señor Jesucristo. La primera presentación pública que se hizo de Él al mundo fue como cordero. El que hizo la presentación fue Juan el Bautista, y la hizo con las siguientes palabras: «¡Aquí tienen al Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo!» (Juan 1:29).
¿Por qué no dijo Juan: «Aquí tienen al Hijo de Dios»? ¿Por qué no dijo más bien: «Aquí tienen al Salvador del mundo», o: «Aquí tienen al Rey de gloria»? ¿Por qué lo presentó como el «Cordero de Dios»?
Hay una razón muy importante. Es que Jesús, al igual que el cordero de la antigua Pascua judía, vino a realizar una muerte sustitutiva. Vino a dar su vida para que otros vivieran. Él mismo lo dijo en estas palabras eternas: «El Hijo del hombre no vino para que le sirvan, sino para servir y para dar su vida en rescate por muchos» (Mateo 20:28).
Nosotros, la raza humana, escogimos el camino del pecado, y estamos condenados a la muerte eterna. Pero Jesús, el Cordero de Dios, recibió sobre sí el golpe de nuestra rebelión. Ese golpe produjo su muerte, y esa muerte fue en sustitución nuestra. Él murió en nuestro lugar.
¿Podremos rechazar al que dio su vida por nosotros? En lugar de rechazarlo, aceptémoslo como nuestro Salvador y decidamos servirle todos los días de nuestra vida.
Cristo desea ser nuestro Salvador. Su muerte merece toda nuestra devoción.
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